Bajó corriendo por las escaleras hacia la chimenea. Le encantaba estar en el pueblo, más aún parado frente a los rescoldos y con sus juguetes frente a ella. Dicho de otra manera, en la ciudad su piso tenía radiadores para calentar la casa y no disponía de la imagen idílica que tenía frente a él en ese momento. Los restos del fuego ya estaban fríos, así que se asomó dentro y con la mirada puesta en el cielo encapotado de nubes, que parecían amenazar lluvia, no pudo evitar pensar con una gran sonrisa, que ojalá nevara. Desde que llegaron hacía unos días, estos se presentaban tormentosos, pero no llegaban a descargar, así que pensó que no habría nada de malo en salir fuera e inspeccionar, como le gustaba llamarlo, los prados frente a la casa.
«¡Cómo mola salir a la calle y que apenas haya nadie!», pensó contagiado del silencio y la única persona que se podía ver labrando al fondo. Se puso en marcha con la mirada puesta en el suelo en busca de bichejos que sabía era difícil ver en la ciudad. Sin darse cuenta, se dio de bruces con un tronco resquebrajado lleno de hormigas que salían y entraban tan ordenadas como en los libros del colegio y su habitación. Echó la vista a un lado, y a pesar de no estar seguro de lo que veía, aquello parecía un hueso humano. De ese color blanco hueso que en ocasiones había escuchado decir a su madre, así que creyó que esa expresión provenía del mismo blanco que tenía ante sus ojos.
—¡Carlitos! ¿Dónde estás? —Oyó a lo lejos.
Giró en redondo y se dirigió hacia donde escuchó la voz de su madre.
—¡Ah! Ahí estás, venga, sube, que hay que hacer muchas cosas, y lo primero es la ducha en este baño que tanto te gusta.
Cuando se vio en esa bañara antigua, rodeada de azulejos con dibujos en relieve que le encantaba acariciar, no podía creer lo contento que estaba aun lejos de sus amigos. Por primera vez quiso salir pronto del baño en el pueblo para continuar con sus inspecciones. Salió despacio para no caerse al salir del abrigo del agua caliente y poner un pie en el escalón previo al suelo, ¡Ay ese escalón! Cuánta emoción al verlo la primera vez y sentir que era muy diferente a todo lo que había visto antes. Hizo de tripas corazón, y más pronto que tarde, estaba de nuevo fuera de la casa y abrigado con todo lo que iba encontrando en su habitación antes de salir. Fijó la vista en una rama ancha y de buena altura que le serviría para apartar lo que podría esconder aquello que fuera único y típico del pueblo. Sin apenas darse cuenta, se encontró perdido entre entre olivos, cada uno más grande que el anterior, pero no tuvo miedo. ¡Era Navidad! ¿Qué podría pasar? El cielo comenzó a encapotarse más y más hasta parecer infranqueable, como si fuera una cúpula que los cubría a todos sin posibilidad de que hubiera nada más ahí fuera. En ese momento, un destello en el camino le sobresaltó, y al acercarse, pudo observar como si una moneda recién salida del banco le animaba a pararse en ese punto del camino. Se agachó despacio, y tras quitar con su rama todo lo que tenía alrededor y parecía quitarle su resplandor, este fue tapado de repente por unos zapatos austeros, oscuros y muy sucios. Poco a poco fue subiendo la vista y ahí estaba. El hombre que labraba cuando salió de casa. Tenía una mirada profunda y siniestra, pero no sentía miedo al mirarle, solo paz sin saber el porqué.
—¿Te has perdido, chico?
—No, bueno, solo creo que me he alejado. Mis padres y yo estamos en la casa junto a la plaza —respondió sin titubear.
—Anda, venga, te acompaño de vuelta.
Como era de esperar, su madre estaba en la puerta con expresión preocupada y al verle se acercó corriendo.
—Tranquila, solo se había extraviado mientras jugaba ensimismado en sus cosas.
—Muchas gracias.
Cuando entraron en casa, su madre le zarandeó con esos gestos que tanto hacía cuando estaba asustada.
—Sube a cambiarte, te llamaré para comer y no saldrás más hasta que bajemos a ver la cabalgata al pueblo de al lado esta noche.
Carlos hizo lo que le había dicho su madre, más tranquilo de lo que hubiera sido normal en él. La tranquilidad del señor que labraba parecía haberse transmitido sin apenas cruzar palabra. Cuando su madre le llamó, bajó a comer en silencio y se echó en el sofá tras terminar de comer cuando un sueño profundo le atrapó; las imágenes parecían ser una combinación rápida del señor que labraba, los olivos, su rama y el hueso. Ese hueso que parecía ser más blanco según se adentraba en el mundo de Morfeo, hasta que su madre le despertó de manera abrupta para irse. Apenas remoloneó y en un abrir y cerrar de ojos se vio en el asiento trasero del coche con la mirada de sus padres fija en las curvas de la carretera.
Al llegar, la entrada ya comenzó a deslumbrarle. Cientos de bombillas por las calles, farolas adornadas, rotondas, cientos de personas paseando, como si todas las casas estuvieran vacías. Sabía que el pueblo era pequeño, pero le pareció tan lleno de gente que solo deseó que aparcaran cuanto antes y poder bajar para unirse a la atmósfera que parecía poder respirar. Al bajar se quedó parado en seco, sí, eso que oía eran villancicos. Unos que parecían abrigar a todas las personas que allí se encontraban y parecían ajenas a la suerte que disfrutaban por estar allí, aun sin ser conscientes.
Tenía tanto que inspeccionar que no sabía si lo mejor sería solo observar y respirar a vida… El señor que labraba, las sonrisas de ese momento, las luces, los villancicos… La Navidad sin más.
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