Extrañar

Extrañar

Sentada en un banco del parque, la brisa de otoño mecía mi cabello mientras las hojas de los árboles, ya en el suelo, corrían sin vergüenza. Una vergüenza que yo sí sentía a pesar de haber pasado la cuarentena hace apenas unos años. Esa etapa que me vendieron como una de las peores y me lo creí… ¿por qué no hacerlo? Pero… ¿de verdad lo estaba siendo? No sé porqué no dejo de dar vueltas a lo que me dijeron, o escuché, o simplemente me creía sin barajar más opciones, total, a los cuarenta ya se es vieja, ¿no? Fue en ese momento al ondear ese término por mi cabeza, cuando me hice la pregunta definitiva: ¿no se viejo un adjetivo sin connotaciones más allá de las que queramos darle? Y ahí todo cambió antes de repasar qué era lo que de verdad extrañaba con esa edad.

Sí, desde la infancia estaba convencida de que con esos años tendría mi familia, mi trabajo, mi casa, mis amigos y sin embargo lo que me encontraba era una jubilación muy, pero que muy anticipada, un vientre sin útero y una enfermedad degenerativa que no sé lo que me va a deparar. Divertido, ¿eh? Pero ¿qué es lo que viví hasta que todo cambiara y me adaptara? Mi otra vida, como yo la llamo…

Tras el diagnóstico no quise centrarme en lo que me pasaría y sí en lo que me pasaba cada día, sin pensar en consecuencias. Pensamiento peligroso pero necesario en ese momento, ¿queréis saber qué experiencias me llevó a vivir esa mentalidad? Prácticamente casi todas, por no decir todas, me acercaron de manera peligrosa al sexo opuesto de una manera que antes no hubiera contemplado; llamarlo inseguridad, vergüenza, timidez… Así que me planté y me hice la pregunta: ¿por qué ponerme freno? Y descubrí unas emociones y respuestas ajenas a mí que nunca hubiera pensado. Casi todas comenzaron por redes sociales o incluso amistades formadas por grupos de amigos relativamente nuevos. Comenzar a ser consciente de cómo me miraban me hizo olvidar relaciones pasadas que no llevaron a ningún sitio excepto el conocimiento de cómo no querían que me quisieran. Y así aparecieron las miradas… pero aquella primera mirada profunda que pareció desnudarme, lo hizo en cuerpo y alma. Hizo que mi mundo dejara de girar y todo lo que había alrededor desapareciera al darme cuenta de que me veía como yo nunca lo había hecho. Su mirada. Sus palabras. Sus manos buscándome bajo la mesa, estrechando mi cintura al subir unas escaleras… Quise olvidarme de todo, pero por las noches, ¡ay, las noches! Su cuerpo sobre el mío sin que sus ojos dejaran de observarme como si yo fuera algo digno de admirar. Un algo convertido en persona deseosa de querer, tocar y hacer inolvidable.

Sus manos me acariciaban como si me fuera a romper o quisiera recomponerme por todo el posible daño sufrido, ¡y vaya si lo hacía! Sus masculinas manos conseguían envolver mi cuerpo, mis senos, mientras su lengua al fin se encontró con la mía al mismo tiempo que el movimiento de sus caderas conseguían hacerme vibrar y sentir cómo su sexo se endurecía cada vez más haciéndome sentir plena, querida y deseada. Un deseo que solo él era capaz de transmitirme. Sus jadeos se aceleraron, hicieron roncos e introdujeron a través de mis oídos haciéndome sentir más que plena, completa y abarrotada de sentimientos para mayores de edad.

Al despertar todo vibraba en mi interior aunque él no estuviera y el vacío de mi habitación pareciera reírse de mí. Mis dedos tenían envidia de lo que él me provocaba en mi subconsciente y fueron directos a sentir la humedad que el aún me provocaba para que el silencio de mi habitación, fuera menguado por mis gemidos que paladeaban su nombre, su mirada, sus manos… Su todo. Aún extrañándole, extrañándome a mí misma por lo que su ausencia provocaba en mí y las ansias eternas de sentir sus manos, le pienso para que extrañar no duela.