Deslumbrante

Deslumbrante

Una luz deslumbrante me despierta. ¿Tengo abiertos los ojos? Mis párpados me contestan que no, pero entonces… ¿cómo puede deslumbrarme una luz tan blanca punzante y dolorosa? Me afano en reunir todas mis fuerzas para  que mis párpados se pongan en marcha y pueda saber qué pasa con exactitud a mi alrededor.

¿Qué es esto? ¿Qué me rodea? Una habitación blanca impoluta parece darme los buenos días, aunque nada me haga pensar si es de día o de noche. En ese momento y sin haber podido darme cuenta de lo que estaba pasando. Un sonido fuerte e inesperado hace que mire tras de mí y vea a una enfermera que se dirige a colgar un suero junto a una cama donde alguien descansa. ¿Quién es? Pero más importante aún, ¿por qué lo observo todo desde una posición elevada? La enfermera se da la vuelta y sonríe a quién está tumbado de espaldas a mí que en ese momento parece despertarse. Mis ojos se abren como platos, pero aún no me siento preparada para desvelar lo que ven mis ojos. Una mano se posa sobre mi espalda de manera dulce y sutil, cuando me vuelvo observo a mi abuela con esa expresión de amor infinito que siempre estuvo reflejada en su cara. Me indica que vaya hacia ella, no lo dudo ni por un segundo y así lo hago alejándome de la habitación donde está la enfermera.

Levito sobre una superficie también blanca como la estancia de la que me alejo, pero nada me impulsa a echar la mirada atrás. Parecen pasar siglos cuando voy detrás de ella con ansias de poder abrazarla, miro hacia los lados donde parecen acecharme seres intensos y fríos. ¿Por qué todo es tan frío? Si está aquí mi abuela es incomprensible la sensación tan distante y apática que se introduce por todos los poros de mi piel. Cierro los ojos con fuerza mientras no dejo de avanzar y aquellas miradas de mi alrededor desaparecen.

Mi abuela se detiene y yo también. ¿Qué pasa? No puedo avanzar, mis piernas están inertes, parecen negarme el movimiento con una carcajada silenciosa que me provoca una punzada en el pecho. Miro al frente y puedo ver cómo los labios de mi abuela se mueven pero soy incapaz de oír nada. En ese momento una luz deslumbrante aparece tras ella y ahí están. Todos los familiares y amigos que me dejaron en algún momento me sonríen y acercan a mí. Me quedo bloqueada cuando me doy cuenta que estoy levitando. Nada hay bajo mis pies, pero un momento… ¿dónde están mis pies? Miro hacia abajo y solo observo una túnica blanca.

«¡¿Qué pasa?! ¡¿Qué significa todo esto?!», me pregunto desconcertada y cada vez más asustada.

Abro los ojos, y ahora sí soy consciente de que mis párpados están ayudando a que mi vista pueda darse cuenta de donde estoy. A mi lado hay un suero que se introduce con lentitud en mi vena a través de una vía que desconozco cuándo me la pusieron y por qué. Continúo mirando a mi alrededor y una habitación vacía, claramente de hospital, me recuerda las últimas horas; pruebas, mareos, vómitos…

—Hola, cariño.

—Hola, mi vida. Me acabo de despertar, ¿qué pasó? En mi cabeza solo hay imágenes fugaces y creo que desordenadas…

—Tranquila mi vida, está todo bien. Solo fue un brote de la esclerosis.

—Tuve un sueño muy raro donde estaba mi abuela y, bueno, muchos familiares que murieron hace mucho tiempo. Ha sido rarísimo, además, tengo una sensación muy rara cuando intento recordarlo.

—Solo deberías descansar, creo que lo que experimentas es el letargo por toda la medicación, la sintomatología más exacerbada, ¡qué te voy a contar que no sepas después de tantos años!

—Sí que son años sí, y te sonará raro, pero haberme encontrado en mi letargo, como tú dices, con mi abuela y verte ahora a ti aquí conmigo, me demuestra todo el amor que he tenido y tengo, la suerte de experimentar tanto con ella como contigo. Diferentes pero igual de profundos. ¿Tiene todo esto algún sentido?

—Lo tiene, y más aún si así lo sientes —susurra al mismo tiempo que se tumba a mi lado abrazándome con fuerza.

Así lo creo y así lo percibo; dos amores tan grandes que me hacen sentir feliz de una manera que no soy capaz de explicar pero sí hace que mi corazón palpite más fuerte, sin duda deslumbrante.

Presente y futuro

Presente y futuro

Todos reíamos con o sin razón en torno a una pequeña hoguera en la playa, de esas que estaban prohibidísimas, cuando decidí ponerme en pie para ir a por más hielo. No recuerdo la razón, solo que desvié la mirada, ya sabéis lo que ocurre cuando sientes que te miran aunque no sepas quien pero sí desde dónde. Giré la cabeza y ahí estaba; una señora con la mirada puesta en nosotros. No sabía si su expresión reflejaba envidia, hastío o mera soledad. Solo esperaba en ese momento que dentro de algunos años, muchos espero, la expresión que se reflejara en mi cara no fuera aquella. ¿Cuántos años podía tener? ¿Cuarenta? Bah, quedaba mucho hasta que yo llegara a esa edad.

—¡Pues haz lo que quieras! ¡Yo me voy!

No sé en qué punto del camino me había equivocado para llegar a esa situación. La cuarentena me estaba sentando bien.

Seguridad en mí misma.

Una discapacidad que no me frenaba.

Algunas amigas, pocas, pero las mejores.

Y un matrimonio… ¡Bueno! Un matrimonio que dejaba bastante que desear.

Me sentía joven, tanto que apenas me maquillara, aunque sí me arreglara en las ocasiones importantes. Nada de eso de ir pintada como un cuadro al bajar al súper. ¿Imagináis el pastel?

Decidí salir a dar una vuelta y caminando por el paseo oí a un grupo de jóvenes reunidos en la playa, mis pies se encaminaron solos hacia donde se escuchaban carcajadas, música de fondo y se podía oler y sentir felicidad. ¿¡Feromonas!? ¿Eso es? No sé si son estas las que me provocan que me dirija hacia ellos, pero enseguida me veo envuelta en esos momentos, ahora suyos, que yo viví en mi juventud. ¡Ay si mis padres hubieran sabido hace veinte años que esto era lo que hacía yo en la playa cuando veraneábamos en Málaga! No me acercaré mucho, lo que menos quiero que piensen es que les voy a echar la bronca por la bebida o el ruido, que es justo lo que necesito ahora. Me encantaría poder unirme, pero para ellos ya soy una persona mayor, casi una abuela. O igual sin el casi.

—Hola, perdone… Nos hemos quedado sin mecheros, ¿no tendrá usted uno? Ahora mismo se lo devolvemos.

 La manera de dirigirse a mí de esa chica, tan similar a la mía cuando tenía su edad me hace ir al quiosco más cercano, abierto aún a pesar de las horas, a comprarles unos cuantos sin reprimenda alguna.

A mi vuelta, la chica aún está de pie en la arena esperanzada con haberles conseguido los codiciados mecheros.

—Muchísimas gracias, no sabe cómo se lo agradezco, Hum… Le invitamos a algo, venga conmigo.

—¡Uy! No cariño, soy demasiado mayor para eso.

—¡¿Qué dice?! Qué no, qué no. Venga, si no quiere una copa al menos un refresco. Piense que es como un trueque por los mecheros.

Su sonrisa me embauca y accedo a unirme al grupo.

Cuando me veo de nuevo con los ojos puestos en el techo blanco de mi habitación, me siento como si hubiera rejuvenecido los años que seguro tenían la mayoría del grupo, pero no me atreví a preguntar. Me rio en silencio para no despertar a mi marido que ronca como lo hacía mi padre. Una sonrisa se dibuja en mi cara y me doy la vuelta para amortiguar el sonido de mi risa que ya no puedo aguantar.

A la mañana siguiente mientras preparo el café, mi marido llega a la cocina y antes de darme los buenos días ya me pregunta por lo que hice ayer y la hora a la que legué, puesto que no se enteró como ya sabía yo.

—¡¿Cómo te ibas a enterar si con el sonido de tus ronquidos seguro que algunos vecinos no pudieron conciliar el sueño?!

—No me cambies de tema que siempre estás igual.

—Muy bien, pues mira… ¿Recuerdas aquel anuncio que preguntaba qué le dirías a tu yo de los veinte años?

—Pues no, la verdad.

—No esperaba menos, pero tampoco otra cosa. Unos chicos jóvenes me invitaron a su hoguera tras compararles unos mecheros, y me estuve riendo como hacía mucho que no lo hacía cuando me di cuenta que se estaba haciendo muy tarde.

—¿Solo chicos?

—¿Eso es con todo lo que te has quedado? Chicos, chicas, jóvenes. Me sentí como cuando mis planes eran iguales en esta misma playa; joven, sin preocupaciones excepto a dónde iríamos cuando se acabara la bebida.

—Muy bien, rememoraste tiempos jóvenes.

Y con las mismas volvió a la cama.

¿Seré igual que la mujer que se unió a nosotros ayer, cuando tenga su edad? No lo sé. Pero de lo que sí estoy segura es de que yo a sus años no estaré sola en el paseo marítimo. No nos contó nada de su vida, pero muy feliz no parecía cuando la abordé para pedirle fuego. No, Mi vida no será igual, no acabaré sola por la noche en la playa…

Sensaciones reencontradas

Sensaciones reencontradas

El olor a salitre, el recuerdo de las marismas junto la arena mojada y brisa fresca, despertó en ella no solo la consciencia tras haber dormitado gran parte del viaje hacia la playa, sino sus ganas de vivir tras una larga enfermedad. Una que la mantuvo meses interminables en el hospital, pero el verano llegó para darle la oportunidad de volver a su pueblo costero favorito. Ese en el que había descubierto la amistad, las noches entre amigos con arena en los pies, los largos días sin preocupaciones y las sonrisas sinceras con los viandantes del paseo marítimo.

Cuando Violeta abrió la puerta del coche y puso el pie en el suelo, lo supo. Supo qué la hizo resistir entre esas paredes tristes del hospital comarcal. Qué la seguía despertando con ganas de comenzar de nuevo… Y allí frente a una balsa azul infinita y los graznidos de las gaviotas, respiró como hacía meses que no lo hacía. Inhaló todo el aire posible que podía entrar en sus pulmones y sonrió. Un sonrisa de oreja a oreja y llena de ilusiones, que no de expectativas. Eligió la habitación donde pasaría los dos meses de verano con sus padres y sus libros, sus cuadernos y su portátil donde poder descargar todas las ideas que se amontonaban sin ningún orden en su cabeza. Aquellos días en los que visionaba la televisión que funcionaba con monedas del hospital y se llevó parte del presupuesto financiero de su familia, tendrían que servir para algo más que dar la vuelta a las páginas del calendario. De nuevo sonrió cuando lo vio todo colocado, el lugar que sería testigo del comienzo de una nueva etapa.

—¡Hola! Perdona que haya entrado, la puerta estaba abierta y hacía meses que aquí no vive nadie, así que me extrañó.

—¡Hola! Encantada —dijo acercándose para darle dos besos—. Soy Violeta, mi familia y yo acabamos de llegar. Nos quedaremos un par de meses.

—Perdona, no te dije mi nombre, soy Lucas. Vivo al final de la calle, oye… Se me ocurre… que esta tarde podrías venir con mis amigos y conmigo, claro está, a la playa. ¿Qué me dices?

Se apreciaba tanta timidez en su mirada que no fue capaz negarse. Así tacharía algo más de su lista de pendientes: vivir cosas nuevas.

Después  de organizarlo todo y comer con sus padres, bajó a la playa donde Lucas le indicó que estarían. Frente a las escaleras volvió a respirar de manera lenta y saboreando el aire de la playa. Ese tan diferente al de la ciudad que había dejado atrás. Cuando abrió los ojos vio a Lucas saludando con la mano y una sonrisa más deslumbrante que la de la mañana, sería la seguridad de estar rodeado de sus amigos. Se dirigió hacia allí y colocó su toalla junto a la de Lucas tras darle dos besos y presentarse al grupo. La tarde pasó entre risas, picoteo y música, sí, como los que siempre creía que solo querían llamar la atención cuando iba a la playa con sus padres. En ese momento se dio cuenta, que igual lo que sentía era envidia por no tener un grupo de amigos así, y al fin, parecía haber conseguido uno. ¿Sería la recompensa de la vida por todo lo que había sufrido? ¿El karma por seguir yendo de vacaciones con sus padres a pesar de ser ya mayorcita? Karma por acompañarles y que no fueran solos, ojo.

—Eh, Violeta, ¿nos damos un baño?

Se fueron hacia el agua y agradeció su frescor hasta que Lucas la enganchó de la cintura y se zambulleron ambos en ella. Al volver a la superficie y encontrarse de nuevo con esa sonrisa, Violeta se dio cuenta de cuánto le hacía falta una desconexión así.

—Tortolitos, volvemos a las toallas, ¿os quedáis o volvéis con nosotros?

Ambos sonrieron cómplices y respondieron que se quedarían un rato más. Rato, que disfrutaron haciéndose confidencias y acercándose cada vez más uno al otro. Al despedirse, Violeta sabía que no podría dormir esa noche con todas esas sensaciones de nuevo corriendo por sus venas. Esas sensaciones reencontradas que llegó a pensar que no volvería a experimentar, pero sí lo hizo, a cientos de kilómetros de casa… ¡pero vaya si lo hizo!

Unos amigos diferentes

Unos amigos diferentes

Llevaba sentada leyendo, un momento, no sabía cuánto. ¿No era eso el verano? Por lo menos así  lo creía Alma. Llevaba días sin planes, sin conocer a nadie más allá que los amigos de sus padres, y para ser sincera, ninguno le parecía nada del otro mundo. Ella era urbanita al cien por cien, de esas que se sienten vivas al pisar el asfalto con zapatos altos de cuña y labios pintados del rojo más llamativo que hubiera encontrado en la tienda. No es que sus padres la hubieran obligado a ir con ellos de vacaciones a la casa de su abuelo en el pueblo, es que la otra opción era aún peor quedándose a dar clases intensivas en el instituto.

La lectura de aquel día comenzaba a durar más de lo normal, a lo mejor era el calor o quizá el estar soñando despierta mientras leía. Una ensoñación en la que se encontraba en la playa, con arena, brisa a mar y sonidos del devenir de las olas en la orilla. ¿Sería la historia del libro que le hacía viajar?

—¡¡Alma!! Arriba que nos vamos de paseo al campo. No vas a estar todo el verano aquí repanchingada.

De mala gana, pero sin soltar ningún exabrupto de los tan habituales en ella, fue detrás de su madre hacia la puerta. Nada más cruzarla se dio de bruces cayendo al suelo y bañándose ya de paso con el agua del cubo de la fregona que su madre aún no había retirado del pasillo. Con su pantalón corto de lino blanco casi adherido a sus piernas, una mano apareció frente a ella. Al ponerse de pie vio la sonrisa más bonita que recordaba desde hace tiempo.

—Bonitas bragas. —Escuchó junto a una sonrisa socarrona.

Bajo los pantalones, se podían entrever las zanahorias de sus bragas, «no debería haberme comprado la ropa interior de verduras de temporada que estaban en rebajas», pensó avergonzada.

—Caerás bien al grupo, ¿vienes a tomar algo?

¿Qué podía decir? Cualquier plan era bueno aunque fuera vestida con hortalizas y todos pudieran verlas. Al entrar en uno de los pocos bares del pueblo, se encontró a moteros con chalecos de cuero sin nada debajo que no tardaron en ir a saludarla. Tras las presentaciones, decidieron ir al lago de las afueras y Alma pensó que la velocidad de las motos sería la secadora perfecta para su ropa interior.  Cuando se bajó de la moto de Martín, el chico que fue testigo de su trompazo en casa, él volvía a tener esa sonrisa pícara de la primera vez que se vieron. Ella se fijó en el grupo y pudo ver cómo todos corrían, como si no hubiera un mañana, desnudos hacia el agua. «¿¡Pero qué leches!?», se preguntó entre divertida a la par que sorprendida. Sus padres la matarían si seguía los pasos de los chicos, pero ¿no estaba allí sin más opciones? Pues a disfrutar, y ni corta ni perezosa, se desnudó y corrió con las bragas de zanahorias y sujetador de lechugas hacia el agua.

Tras conversar con los chicos en el agua, todos se sentaron en la orilla sin ninguna vergüenza solo disfrutando del momento.  Y Alma se dio cuenta que solo importaba el aquí y el ahora, no el dónde… sino el con quién.

Divino tesoro

Divino tesoro

—¿Vera Velázquez?

En cuanto oigo mi nombre, cojo mi cuaderno y me pongo en pie no sin vergüenza de que el resto de mis compañeros me estén mirando con atención.

—Venga, linda, espabila, que nos dan las uvas —suelta a bocajarro la profesora.

Es una mujer mayor, ancha y vestida de negro, como todos los días, pero en esta ocasión su gesto es más avinagrado que de costumbre. Sé que no soy una niña, ya pasé los cuarenta y me siento fuera de lugar en una clase llena de adolescentes que parecen desear que quiebre mi silencio con el relato que he de leer.

Comienzo a hacerlo entre tartamudeos y cuando estos se alteran con una velocidad rápida y desmesurada, percibo cómo me miran entre risas, algunas disimuladas y otras no tanto, lo que hace que mis ojos empiecen a desdibujar lo que tienen delante. Cojo la mochila colgada de mi asiento y salgo lo más rápido que puedo del aula.

«¡¿Cómo es posible que con mi edad, sigan las mismas inseguridades de cuando leía los deberes en alto frente a mi clase del colegio?!», me fustigo mientras me pierdo por los pasillos, escaleras y pabellones donde se imparte Iniciación a la escritura. Sin darme cuenta me siento como en aquellos años en los que cada palabra dibujada sobre el papel era un acto de poesía.

Recuerdo la primera vez que uno de mis escritos fue premiado en un pequeño concurso de una revista dominical. Aún parece que puedo ver los ojos de mi familia y mis amigos de indiferencia mientras ellos estaban centrados en deportes o revistas de videojuegos. Pasaron días sin salir de mi habitación tras llegar del colegio y sentir que mi futuro estaba predestinado para algo muy alejado de la escritura. Sin embargo, no cejé en mi empeño y continué y continué aunque en el colegio me fuera convirtiendo cada vez más en la empollona de la clase. Pero cada noche, seguía convencida de que algún día conseguiría algo grande como publicar un libro. Soñaba con ver un libro con mi nombre en las tiendas y centros comerciales. Tomar un café con personas que supieran darle valor a mis palabras sin esas miradas de hastío.

Un día mientras tomaba el bocadillo sentada en el recreo, sola como de costumbre, algunos chicos y chicas de clase se acercaron con expresiones que no supe descifrar hasta que pude ver cómo uno de ellos portaba mi cuaderno de Lengua, en el que estaban todos mis borradores de futuras historias en las que me perdía a menudo. Me puse de pie como un resorte y sin poder decir nada y solo oír risas, observé cómo rompían todos los papeles que con tanto ahínco había almacenado durante aquel curso.

Siempre fui una niña tranquila, pero aquello pasaba de castaño oscuro, así que me encaré contra el grupo mientras algunos me sujetaban e impedían que pudiera evitar aquel asesinato a mis letras y mis sueños. Aquella tarde sentí un punto de inflexión al llegar a casa, ¿qué problema tenían con mi afición? Yo no discutía sus gustos ni cómo disfrutaban de su tiempo entre clases… Pero al parecer mi sueño sí suponía un problema. Sin saber cómo, aquella noche en casa, mi padre me pidió poder leer alguna de mis historias. Tras contarle lo ocurrido, me apoyó de una manera que aunque sabía era por ser su hija y no mis anhelos, me animó a comenzar de nuevo.

Desde entonces no dejo de llevar libretas en el bolso, tener cuadernos en cada estancia de mi casa y escribir cada idea que se presenta en mi cabeza porque… La inspiración debe pillarme trabajando, ¿no?

Mi sueño se ha cumplido a medias, pero como decía mi abuela «juventud divino tesoro», así que prefiero adaptarlo a mis letras, porque ellas son mi verdadero tesoro. El que encontré yendo contra corriente y en busca de lo que de verdad sabía que podía conseguir.

LUCHA EN PIE

LUCHA EN PIE

—¡¡Qué no!! Si eso piensas, pues no estudio y ya está. Qué clarito lo ves todo desde la barrera —bramo a mi padre que no dejaba de mirarme con desconcierto.

—Solo intento que no te equivoques en lo que decidas. Una carrera más seria te llevará más lejos, mira a tu hermana. Es licenciada y podrá vivir de su carrera, tú con lo que dices te vas a morir de hambre.

No hizo falta más. Me levanté de la mesa sin terminar la comida ni mirar atrás y fui hacia mi habitación.

«¡¿Pero qué mierdas pasa aquí?! Aún no hice la selectividad, que para él sigue llamándose reválida, y ya pretende saber qué es lo mejor para mí. ¡Ja! Qué no, quiero ser fisioterapeuta deportiva y especializarme en fútbol. Ya dejé atrás la idea de ser entrenadora porque hoy por hoy es imposible, pero sí lucharé por ser fisio en algún equipo de fútbol», me digo sin dejar de bufar por el pasillo.

Pasé toda la tarde con la mente puesta en esa dichosa conversación que parecía ser un punto de inflexión en lo que me pasara de ahí en adelante.

Años universitarios duros; pocas fiestas, mus en la cafetería y muchos libros y prácticas con pacientes. Cuando al fin me vi con el diploma en la mano no me lo podía creer. Era fisioterapeuta, y aunque mi profesor de fisio deportiva había sido uno de los peores que había tenido, mi sueño seguía en pie y cada vez un poquito más cerca. Ya os podéis imaginar cómo empecé. Turnos de catorce horas en los que iba de clínica a clínica comiendo en el metro. Trabajo de auxiliar… Pero todo me parecía poco si con eso podía dejar un huella mental en alguien que pudiera ofrecerme una oportunidad. Mi padre ya os imaginaréis que estaba encantado al ver cómo lo que me dijo en aquella dichosa comida no dejaba de cumplirse día tras día, pero yo no me daba por rendida. ¿Abandonar? Nunca, si no trabajaba en ese momento como una mula, ¿cuándo lo haría?

El tiempo pasaba, continuaba formándome con un curso detrás de otro hasta que un primo mío llamó para preguntarme si me interesaría hablar con un amigo suyo que buscaba un masajista para su clínica y un equipo de fútbol para el que trabajaba. Mis ojos se iluminaron como faros ante la idea.

Sentada en el escritorio de mi habitación, marqué despacio el teléfono que me había dado para contactar directamente con él y esperé a que descolgara. Un tono, dos, tres… «Venga venga», me animaba a mí misma.

—¿Dígame?

Acordamos una entrevista en su clínica y a partir de ahí todo parecía ir rodado… Hasta que llegó el momento de presentarme al equipo de fútbol; ¡Dios mío, una chica en el vestuario de un equipo de jugadores! ¿Cómo podía ser eso? Además las instalaciones ya os podéis hacer una idea, no era un equipo de primera división, así que todos estábamos con todos. Al entrenador que estaba en aquel momento no le parecía bien que fuera una chica y hacerme de menos parecía ser parte de sus funciones, pero tras lo vivido en casa, no iba a venir un retrógado a decirme qué podía hacer y qué no. Además, no respondía ante él. Más rápido de lo que pensé encajé como anillo al dedo, y bien por la novedad o por cómo hacía mi trabajo, madrugaba los días de partido, me enfundaba mis calcetines rosas —que quedara claro que seguía siendo una chica—, mis zapatillas de tacos y a disfrutar. Aquello más que una obligación, era por fin un sueño hecho realidad. Mi sueño. La recompensa a todo lo hecho con ahínco y dedicación.

Después de un año, mi trabajo real, como yo lo llamaba, me destinó a cuatrocientos kilómetros y una enfermedad me alejó definitivamente de los terrenos de juego. Como si fuera un jugador profesional… Pero el recuerdo de aquel año en los campos de fútbol modesto y algunos no tanto, el conocimiento de cómo funcionaba un staff técnico de deportes y el trato que obtuve, por ser chica o solo profesional, me aportaron más que cualquier otra experiencia que podía haber vivido.

Así, con una lucha en pie, conseguí mi sueño aunque solo fuera por tiempo limitado.

Tizas #MiMejorMaestro

Tizas #MiMejorMaestro

—Te he dejado la ropa en el baño para cuando salgas de la ducha.

Mis ojos, aún dormidos, no querían dar la bienvenida a un nuevo día. Me despegué de las sábanas y me deslicé despacio para que el agua cayera sobre mi cuerpo y poder despertarme sin esfuerzo. Mientras la ducha me revitalizaba, nada parecía insuflarme la energía que necesitaba para un día más con los compañeros rebeldes de clase. En la ruta de camino al colegio en las afueras, ya empezaban las bromas, que para mi no tenían gracia, y me hacían llegar a clase molesta. Una vez iban desfilando cada uno de los profesores, crecían mis ganas de que llegara el turno del maestro que impartía Lengua y Literatura.

Ahí estaba, justo antes del recreo, con sus gafas y cuadernos. Ese día el aula estaba más revoltosa de lo habitual, pero conseguí centrarme en cada una de las cosas que explicaba Vicente, al mismo tiempo que conseguía abstraerme del ruido constante y de fondo, de mis compañeros.

No sabría decir cuáles eran las razones, pero eran mi asignatura y profesor favoritos. Me hacían creer que era posible convertirme en una de las escritoras que ponían sus publicaciones en mis manos cada noche antes de apagar la luz.

Al terminar la clase, el recreo estaba vigilado por él; con sus gafas de las que parecían escapar sus ojos para mantener el control sobre nuestras actividades.

De vuelta al aula, la ausencia del profesor de Matemáticas, hizo que de nuevo Vicente estuviera frente a la pizarra escribiendo qué debíamos hacer. Apenas unos pocos alumnos estábamos centrados en la lección cuando las tizas comenzaron a volar sobre nosotros. No sé en qué momento mi cabeza revoloteó hasta el reciente sueño de ser escritora; de que mis relatos o historias, estuvieran plasmados en papel y entre manos de personas que sonreían al leerlos.

—¡Booom!

Una tiza aterrizó en mi cabeza trayéndome de vuelta a clase, con la consiguiente tarea de ir a la pizarra a distinguir los diferentes componentes de la oración escrita en ella. Complementos directos, indirectos, sujeto, predicado… Sabía hacerlo, pero estar frente a toda la clase me abrumaba hasta convertirme en una niña más pequeña aún de lo que ya era.

Al terminar, la sonrisa de Vicente, me hizo sentir orgullosa de ser una de las empollonas de la clase, como me llamaban. Así que volví a mi asiento y, durante el resto de la clase, estuve concentrada en todo momento.

Cuando legué a casa ese mismo día, revisé todos mis escritos, corregí fallos de los que no me había percatado en su momento, y cuando terminé, me puse con la redacción para el día siguiente.

El día después, cuando entregamos las redacciones a Vicente, el decidió corregirlas en ese momento mientras nos mandaba ejercicios. Poco antes de terminar la clase, me comentó que mi composición era pobre, que esperaba más de mí y debía repetirla. Así lo hice aquella noche; poniendo en práctica lo aprendido ese día, ojeando el libro de la asignatura, y en especial, volcando mi corazón en él.

Sí, esta le gustó, y a partir de entonces, decidí escribirlo todo de la misma manera.

¿Por qué no?

Al final de ese curso, en el viaje de octavo, Vicente se disfrazó de margarita y mientras todos reían, yo no dejaba de pensar que podía escribir mucho mejor de lo que lo hacía. Solo debía esforzarme, y aún así, tendría tiempo para divertirme, como parecía estar haciéndolo mi mejor maestro.