Tambaleante me dirigí al baño; no sabía qué era lo que me pasaba solo que entre las sábanas no encontraba el cobijo que necesitaba. Ni siquiera pude llegar al inodoro cuando me vi tumbada sobre el frío suelo de los azulejos con la mirada puesta en el blanco techo (ese recién pintado que pensé en su momento significaba el cambio que tanto necesitaba en mi vida), y con sudores fríos y palpitaciones que retumbaban en mi pecho cada vez más rápido tuve que pensar. No sabía qué hacer. Si gritar a mi pareja para que apareciera o… ¿qué podría hacer él? Enseguida lo descarté, aquello solo le preocuparía más, o peor aún, querría llevarme al hospital. Solo pensar en verme en una sala de espera atestada de personas, el ruido… Qué va, lo deseché de inmediato. Me levanté como buenamente pude y me senté sobre la taza con los ojos cerrados a la espera de que todo dejara de dar vueltas a mi alrededor. Apenas tres minutos después me di cuenta de que no resolvería nada así y sería mejor volver a mi cama, donde al menos sentiría que era algo conocido. Mi zona de confort, aunque todos gritaban en mi cabeza que nunca debería estar ahí.
Me tumbé tras los escasos diez pasos que separaban una estancia de otra y me acurruqué en una posición en la que estuviera cómoda. Cerré los ojos y esperé a que el sueño se apoderara de mí entre angustias y náuseas. No negaré la evidencia, aquello costaba. Ya sabéis, no pensar en todo lo que daba vueltas como una lavadora en mi estómago y en mi cabeza, porque esta no se quedaba atrás. Pero por fin los rayos de luz de un nuevo día entraron por la ventana y, sin esperarlo, una sonrisa se dibujó en mi rostro. «¿Había pasado ya? ¿Me encontraba bien?», me decía en silencio por no despertar a la niebla nocturna de la noche anterior. Oía a mi pareja respirando aún dormida en su lado de la cama y me di la vuelta para abrazarle con toda la fuerza que podían mis brazos. Se sobresaltó. Se incorporó con el miedo en su expresión, pero se relajó al ver la sonrisa en mis ojos.
Mientras desayunábamos su expresión cambió al ver como la mía lo hacía también. Yo quise suavizar mis rasgos, pero eso no iba a engañarle; demasiados años juntos. Me puse en pie y fui directa al baño. Me acuclillé frente a la taza pero nada salió de mi interior. «¿Qué mierda me ocurría?», me pregunté antes de que mi pareja proporcionara luz a la neblina creada por mí misma a mi alrededor. Me ayudó a ponerme en pie y a volver al salón donde el desayuno sollozaba creyendo ser el culpable de mi rostro gris. Él me abrazó antes de traerme algo de comida que si tuviera permiso para recorrer mi interior y supe (si es que antes no lo sabía ya) que aquel, era el lugar que de verdad necesitaba. Sin cuentos de hadas. Solo con la realidad, a pesar de que la niebla de esta estuviera siempre conmigo. Pero también estaría quién me sacara de ahí para acercarme a la luz si yo no podía.