El eco de la soledad

El eco de la soledad

Podía oír a los pájaros como despertador, el claxon de la furgoneta del pan avisando a los parroquianos más mayores de su llegada, pero ni eso era capaz de evadirme de la enorme soledad que sentía día tras día… o más bien a cada minuto. Eso si no tenía los ojos cerrados que era cuando más me atenazaban los recuerdos de una vida que cada vez sentía menos haber vivido.

Pero todo cambió cuando apareció él…

—Hola, soy Óscar.

—¿Qué tal? Soy Nadia.

La intensidad anidada en su mirada me cautivó desde el mismo instante que nos presentaron y sus ojos no pudieron escapar de mis más encendidas intenciones. Pero no, él no parecía tenerme en sus planes por lo menos aquella noche. Los días se la siguiente semana pasaron de manera tediosa y más sin saber cuándo podría volver a verlo. Un mes después el sonido del teléfono hizo que tuviera que alargar el brazo por debajo de la manta para llegar a él posado en la mesita de noche.

—¡¿Sí?! —pregunté somnolienta y de mal humor al ver en la pantalla como el número al otro lado era desconocido.

—Ey, tranquila, tranquila.

—¿Se puede saber quién leches eres? —escupí sentándome en la cama a pesar del frío que se sentía en mi habitación fuera de las sábanas.

—Veo que no estás de humor. Llamaré en otro momento, no te preocupes.

—Ni se te ocurra sin decirme quién eres.

—Óscar.

—¡¿Qué Óscar? —Aunque sabía perfectamente de quién se trataba.

—No juegues a mi juego…Si quieres tomar un café estoy por tu barrio.

—¿Y eso dónde es?

Ya me estaba cansando el jueguecito y lo críptico de la conversación. A ver si detrás de esos ojos tan intensos no había nada y era todo fachada. Aún así aproveché para salir del calor de la cama y darme una ducha rápida. Me arreglé y envolví mi cuello con la bufanda más cálida que tenía. Cuando el viento me golpeo sin consideración alguna tuve ganas de darme la vuelta y volver al calor de mi cama, pero no sé qué me impulsó a ponerme en marcha aunque solo fuera a la cafetería de la esquina. Cuando entré, el calor de su interior me envolvió como si de un abrazo se tratara. Me senté en la primera mesa que vi libre no sin antes pedir un café bien cargado.

—Aquí tienes.

Cuál fue mi sorpresa cuando alcé la mirada con mi mejor sonrisa y mis ojos se encontraron con el verde de los suyos.

—Sí que estabas en mi barrio, sí.

—¿Puedo sentarme?

¡¿Qué os contaré de aquellas horas regadas de café que compartimos antes de salir por la puerta?! De nuevo en la calle el frío cortaba mi cara y él pareció darse cuenta cuando sus brazos me acercaron a mi cuerpo. Sin preguntas ni palabras fuimos directos a mi casa donde nada más cerrar el portal le pregunté si quería subir. Tampoco hicieron falta palabras como respuesta, asintió con la cabeza y el trayecto en ascensor no tuvo nada que ver con el de las películas.

—Pues esta es mi casa, ¿te apetece algo caliente?

—No me hagas contestar… Mientras no sea el enésimo café, cualquier cosa será bien recibida.

Me quité todas las capas del invierno de la manera más sensual, pero distraída, que pude y desaparecí por el pasillo. Al no verme de vuelta en el salón decidió ir a buscarme.

—¿Estás bien?

—Contigo aquí sí, perdona. Me había enredado en encontrar algo que ofrecerte, pero no hay nada decente… Llevo demasiado tiempo sin salir de la cama.

—Pues volvamos a ella, se estará calentito, ¿no? Parece buen sitio para pasar la mañana —contestó bribón al mismo tiempo que pasaba la lengua por por su labio inferior, grueso y demandante.

Le dirigí a ella agarrándole de la mano y nada más llegar me apoyó en la pared, abrazó mi cuello con sus grandes manos y creí desfallecer. Nuestros labios se acariciaron despacio y nada más sentirnos el uno al otro empotró su cuerpo al mío… y sobraron todas las palabras. Me colocó de manera agresiva sobre la cama, se colocó encima haciéndome notar su dureza de tal forma que un gemido escapó de entre mis labios mientras en dejaba besos por todo mi cuerpo, aún con ropa. Me senté como pude enfrente de él y me quité la camiseta, pero cuando quise deshacerme del sujetador me paró.

—Aún no.

Juntamos nuestros cuerpos, gemimos e introdujo su mano en mi ropa interior tras desabrochar el pantalón. Sus dedos bailaban al son de mi humedad y el movimiento de mis caderas.

—Túmbate.

Así lo hice y tras acariciar mi vientre se deshizo de mis vaqueros.

—Eres preciosa —susurró en mi oído cuando se colocó encima.

Se separó para quitarse los pantalones y aquello era más de lo que podía haber imaginado la noche que nos conocimos. Puse mis manos en sus caderas y acerqué su pelvis a la mía entre gemidos que parecían conocer los suyos. Tras muchos minutos que nos daban a entender lo bien que nos entendíamos y acoplábamos, una última estocada fuerte y lenta expresaba que la traca final estaba cerca tras sentirnos nuestros. Cuando todo acabó entre nuestros cuerpos, las miradas entraron en juego. Las caricias. Los ojos. Las manos. Mi estremecimiento que parecía no tener fin, porque sí…

Todo cambió cuando apareció él y el eco de mi soledad se perdió.

Entre susurros

Entre susurros

Sus ojos verde oscuro, como una aceituna en su mejor estado de maduración, me pedían a gritos un momento…, o mil si eso era posible. Separados por la mesa del restaurante nuestras miradas hablaban por sí solas, o por lo menos las mías lo hacían a gritos en el silencio de nuestra ausente conversación.

Mi timidez se escondía cada vez más tras los pensamientos lujuriosos que no era capaz de controlar. Él y yo solos en una habitación; yo desprendiéndome con calidez de la ropa que separaba sus ojos de mi piel mientras él, solo se deleitaba con lo que tenía delante y tantas veces había soñado entre sus sábanas. Sus labios se humedecían cada vez más rápido ante mí con una lengua ávida por devorarme. A mí me costaba no acercarme lo suficiente para poder tocarnos y rozar su piel que hasta ese momento había sido una quimera. Los reflejos de las luces nocturnas se adentraban a través de la ventana reflejándose en mis senos erectos ante el deseo ardiente de sus ojos. Quise que el momento preliminar durara eternamente, pero la ansiedad, las ganas, el anhelo, el apetito no calmado en la cena y el antojo pasional de poder rozarnos sin ropa pudieron más.

Desnuda ante él consiguió deshacerse de su ropa con una celeridad movida por el deseo de saborearme, hacer sus sueños realidad y deshacerse dentro de mí. Sentada sobre él solo con una ropa interior minimalista, su entrepierna quería buscar la salida para entrar en el cobijo de mi cuerpo. Nuestros cuerpos se abrazaron y al separarnos levemente nuestras miradas se encontraron fuera de sí. Fue en ese momento cuando comenzó el baile; completamente desnudos nos tumbamos en la cama y la coreografía hacía que nos acompasáramos con gemidos, respiraciones profundas y cada vez más rápidas que retumbaban en la habitación. Yo sentía cada vez más su dureza, al mismo tiempo que el debía sentir cómo mi humedad facilitaba el camino hasta lo más profundo de mi ser. Fue en ese preciso momento, cuando su desahogo se dibujó en mis paredes más íntimas, cuando me susurró: ni en mis mejores sueños hubiera pensado que esto fuera tan increíble. Me has hecho viajar a otro mundo muy alejado del terrenal.

Esos labios…

Esos labios…

No podía dejar de fijar la mirada en sus ojos. Despertaba fuego en su entrepierna provocando llamaradas en sus ojos, que hasta ese momento no podían echar un vistazo hacia ninguna otra parte que no fuera su cara. Esa expresión profunda la atravesaba provocando la llegada de miles de hormigas en su pecho que saltaban con cada palpitar de su corazón.

Fuerte. Boom. Boom.

Intentó , sin saber cómo, alejarse del sonido de su pecho y corazón. De manera casi imprudente acercó su cuerpo al de él; alto, moreno, atlético, cuya calidez la atraía sin poder negarse. Julia comenzaba a respirar con dificultad, agitada por las palabras de Gael que acariciaban sus labios. Apenas distancia. Apenas salida. Intentaba pensar, encontrar las pocas neuronas que hubieran sobrevivido al primer encuentro visual, del que en el fondo (y en la superficie) no quería escapar. Podía olerle, sentir de cerca cómo la complicidad entre ambos no era un sueño. La realidad se había instalado sin preguntar en aquel día de enero en el que habían conseguido subir la temperatura. Tras cada sorbo de vino, Julia escondía lo que podía de su rostro con la copa, pero no debió funcionar, que a la salida del baño, ahí estaba Gael esperándola en las escaleras. Solos, sin nadie más alrededor, Julia sentía que las paredes se movían hacia ella estrechando el espacio que compartían. Todo desapareció por un momento en que Julia creyó escuchar el segundero de su reloj dentro de su cabeza, cuando en realidad volvía a ser su corazón.

Fuerte. Boom. Boom. Boom.

Durante un momento que pareció perderse en el tiempo, los labios gruesos y húmedos de Gael se acercaron peligrosamente a los de Julia. No le conocía, pero no le importaba. Se quedó anclada al suelo, esperando ese roce con sus labios tan deseado desde que le vio. El mundo se paró, el tiempo, su corriente sanguínea. Solo sentía el movimiento de la lengua de Gael arañando su boca, lamiendo sus labios…

Fuerte. Boom. Boom. Boom, boom, boom, boom…

Cuando se separaron el tiempo justo para respirar, Julia aún podía saborearle, sentirle como si no hubiera un mundo al que volver. Pero había que volver… El resto de la noche no pudo pensar en otra cosa con las miradas furtivas de Gael allá donde miraba, entre amigos y copas de vino que iban y venían, él siempre estaba más presente que lo demás. Esas miradas la despertaron en la cama horas después de haberse despedido….

¿Sería un despedida definitiva? ¿Habrían sido sus miradas o sus labios?

La parada de nuestro encuentro.

La parada de nuestro encuentro.

Bajé corriendo las escaleras de  casa, llegaba tarde, pero los recuerdos de hacía unos minutos me impulsaban a recorrer el camino con una sonrisa en la cara. Bajé los peldaños del metro no sin cuidado, pero sí dejando a un lado las sensaciones, las imágenes del estremecimiento vivido entre las cuatro paredes de mi salón. Y al suelo. Vi cómo me aproximaba a él, a cámara lenta observé cómo la fría entrada me sonreía con ironía cuando una mano impidió mi caída. Me incorporé rápido y encontré esos ojos profundos, dulces, intensos y provocadores que me salvaban de haberme partido el labio. Ese que sentía el sutil mordisco de mis dientes poniendo cara a lo que me había estremecido hacía unos minutos en el sofá bajo la cálida manta que lo vestía. Se paró el tiempo, no oía, no sentía a la gente que subía y bajaba mientras nos mirábamos. Observaba cómo sus carnosos labios se movían, pero no escuchaba lo que decía. Estaba absorta en su imagen, sus fuertes manos aún sosteniendo mi postura curvada. De repente me di cuenta y me enderecé. Mi bufanda se aflojó de mi cuello dejando entrever mi escote al que su mirada no pudo evitar dirigirse. Le di las gracias, soreí e intenté seguir mi camino cuando la mano que frenó mi caída me estrechó con fuerza.

— Espera…, no te vayas, ¿me dices tu nombre? —preguntó con sutil énfasis.

No sé si fue el simulacro de caída que evitó, el conocimiento de llegar tarde o la vuelta a estremecerme, esta vez sin nada cálido en lo que esconderme. Pero solo me volví mientras le regalé una fugaz sonrisa. No pude pensar en otra cosa durante el trayecto en metro. Su mirada. Su tacto. Su voz. Debía estar aún reviviendo el momento en soledad que tanto me gustaba ofrecerme, sin una segunda persona que me hiciera el trabajo más sencillo. Casi me pasé de parada, bajé rápido del vagón dejando las puertas cerradas tras de mí y me enrosqué todo lo que pude la bufanda para así esconder la piel de gallina de mis pechos. No estaba, allí no había nadie esperándome. Me senté en uno de los bancos del andén y esperé. Tres trenes después sentí que el mío había escapado e igual era mejor volver a casa. Me puse en pie, volví a desenroscarmé la bufanda cuando una mano estrechó la mía y de nuevo la misma corriente eléctrica. Me di la vuelta. Esa mirada. Esos ojos en los que perderme.

— Ahora más que tu nombre, te pido un café con esa sonrisa tan llena de luz.

No pude sino agachar la mirada y asentir mientras sonreía. Nos encaminamos hacia la salida y entramos en la primera cafetería que encontramos. Cálida, confortable, su decoración hizo que me sentara sin dudar ,en un pequeño sofá junto al ventanal desde donde podía observerse la calle entre caras de frío, miradas de ilusión y expresiones pensativas. Llegó con dos cafés y se sentó frente a mí. Durante los primeros minutos no hablamos, solo lo hicieron nuestra miradas hasta que él volvió a romper el hielo.

— Puedes hablar si con eso te sientes menos incómoda. Yo ya hice demasiadas preguntas sin respuestas.

Otro escalofrío. Estremecerme con el olor a café y esa mirada en la que me ahogaba con gusto. Sonreí, aparté la bufanda y me apoyé sobre la mesa. Sus ojos volvieron a desviarse hacia mi pecho, lo que parecía ser pero sin serlo. Lo que parecía expresar sin palabras, esas que su mirada sí creía entender. Tomamos el café en silencio y volvimos a marchar hacia la boca de metro. Al entrar sentí cómo su mano se colocaba en mi espalda a la llegada del tren. Subimos y nos bajamos en mi estación. Nuestra estación. La parada de nuestro encuentro. Caminamos el silencio hacia mi portal, nada más abrir la puerta me arrinconó contra la pared y dijo:

— No sé tú, pero me encanta que tus prisas nos hayan encontrado.

Sin decir nada más subimos al ascensor donde me estrechó  sin apenas dejar pasar el aire entre nuestros labios ansiosos. Abrí la puerta de casa y antes de que la puerta se cerrara abrazó mi cuello y la intensidad de su mirada se intensificó. Puede apreciar cómo sus labios se entreabrían buscando mi humedad. Lo sentí, puro, mío, sin preguntas cuando me apoyó sobre la pared y se dejó llevar. Intenso, con mirada penetrante sus manos buscaban mi cuerpo y se amoldaban. A mi cintura mientras su sexo encajó con el mío. Perfecto, sin necesidad de palabras que explicaran qué pasaba. La parada de nuestro encuentro se convirtió en el puzle de nuestros cuerpos que encajaban como si no fuera la primera vez que se encontraban.

¿Cruzar o no cruzar…?

¿Cruzar o no cruzar…?

sin ellas

Eran sus ojos; no, era su mirada, quizá cómo se dilataban sus pupilas frente a mí cuando me hablaba; tal vez esa coraza que poco a poco había construido día a día para evitar poner nombre a lo que sentía. ¿Acaso importaba? A mí desde luego no; yo solo sentía, solo atrapaba cada sensación, cada suspiro en el aire que me reviviera y me hiciera sentir viva. Y todo eso… me lo proporcionaba él, a cuenta gotas, quizá por miedo a que la intensidad de nuestros encuentros terminara con algo que ni siquiera había empezado. Solo había pasado un día desde que me subí a ese autobús y parecían años…a su lado. Durante años había oído cómo la trataba como a una reina y cómo en la cama e
Nunca pude imaginarme que el color verde de aquel semáforo no solo me daba permiso a cruzar la calle, sino a cruzar mucho más. Andé despacio, él se dio la vuelta y fue tal y como esperaba; mirada sincera, gesto… atrayente, mucho. Era el ex novio de una de mis mejores amigas, pero era consciente de que ella aún le quería, no deseaba pasar página, seguía albergando la esperanza de que él volviera l mundo parecía detenerse ante sus caricias, sus miradas, su manera de hacerla sentir como nadie antes lo había hecho. Yo me encontraba destinada lejos de casa durante los cinco años que estuvieron juntos y solo coincidimos una vez, breve, sin apenas cruzar palabra pero con una sensación de esas que te atraviesan y no eres capaz de olvidar por mucho que lo intentes.

A medida que Álvaro se acercaba a mí tras cruzar, no dejaba de rememorar aquel encuentro, aquellos dos besos que me traspasaron y se habían quedado dentro de mí hasta ese mismo momento en el que su recuerdo me estremeció. Dos besos suaves pero distantes; afectivos pero sin intensidad, y me di cuenta que solo yo había sentido esa conexión un año atrás. Me puse a su lado y entramos en la cafetería más cercana. Nos sentamos, comenzamos a hablar acerca de cómo podía ayudarme con mi problema laboral y no voy a negar que le oía, pero no le prestaba la atención necesaria; mi cabeza estaba muy lejos de allí. Solo diez minutos fueron suficientes para desmoronarme y dejarle entrar al lugar más profundo y lejano de mi interior. Cuando volví a casa mis piernas aún flaqueaban, mis manos temblaban y mi corazón palpitaba a una velocidad que no había sentido nunca antes. No vi nada por su parte que me demostrara que a él le hubiera pasado algo similar, pero igual hablaba mi falta de autoestima; quedaban más reuniones de trabajo y nunca se sabe.

Hubo una segunda vez, una tercera y una cuarta. Parecíamos adolescentes, sentados en el césped riendo y sin dejar de sonreír; nos rozábamos de manera inocente o eso parecía transmitirme hasta que me habló de lo que nos unió en aquella fiesta.

La quiero, es tu amiga y no te voy a engañar; pero esa relación no puede llegar a ningún sitio, y menos ahora.

No entendía esa coletilla… ¿menos ahora? Mi expresión confusa debió anirmarle a continuar:

Yo no soy así, no me abro a la gente tan pronto y menos cómo lo he hecho contigo; pero esto no puede ser.

Un rayo pareció atravesarme. Todas las escenas que había imaginado con él, comenzaron a sucederse una tras otra; su lengua recorriéndome entera, su rostro escondido entre mis piernas mientras mis manos se entrelazaban entre sus mechones de pelo, las suyas en mis nalgas con las yemas de sus dedos estrechando mi piel, su sexo introduciéndose y penetrándome mientras su mirada llegaba a mi alma y se la llevaba con él, lejos, a un mundo desconocido del que yo no quería volver.

—¿Mónica? Pareces lejos de aquí, ¿estás bien? Siento lo que te acabo de decir, igual ni siquiera te lo habías planteado, pero creo que está conexión, esta intensidad… es tan evidente.

Le oí, sí, le escuché, pero en mi cabeza él seguía sobre mí, deslizándose en mi interior y humedeciéndome sin pensar que sus palabras que me decía, hacían imposibles esos momentos.

—Ehhh, sí, perdona, tienes razón. Esto no puede ser —dije sin poder disimular la tristeza en mis palabras.

Me puse en pie dispuesta a irme cuando él hizo lo mismo y sujetó mi muñeca sin dejar que me moviera.

—Espera, esto no puede acabar aquí; necesito tenerte en mi vida, necesito que hagamos que esto funcione… aunque no crucemos esa línea roja que nos separa.

No podía, mis muslos se contraían, creí poder caer ahí mismo si no me dejaba marcharme. Sentía el sabor de sus labios, su lengua enredada con la mía, saboreando todo lo que llevaba guardando para él más tiempo del que ni yo misma me habría imaginado. Le miré a los ojos, busqué una señal de que aquello real, de que de verdad era el final o por el contrario podríamos hacer que funcionara. Sin decir nada más allá que lo que expresaba el diálogo mudo de nuestros ojos, me abrazó el cuello y me besó; un beso lento, en la comisura de los labios. Y me abrazó. Mi mejilla estaba apoyada en su pecho y su corazón quería salir al alcance del mío.

Hay sentimientos que por mucho que queramos, no pueden ni esconderse ni ser encerrados; los corazones no saben encarcelar nada que les permita seguir palpitando con fuerza.

Nos encaminamos a la parada del autobús sin pronunciar palabra, pero nuestros ojos no dejaron de mirarse. El autobús llegó, volvió a abrazar mi cuello, nuestras comisuras volvieron a encontrarse y sentada junto a la ventana me alejé mientras él se quedo de pie, mirando como quizá, habíamos perdido la oportunidad de ser felices.

No habíamos cruzado, no habíamos roto las ataduras del pasado… no nos habíamos arriesgado a ser felices.

¿Corremos?

¿Corremos?

corremos

El viento golpeaba mi cara, la violencia con la que lo hacía era gratificante —alejada de ser lo molesta que podría parecer— e incrementaba mi deseo de continuar haciéndolo. Así lo hice; corrí, corrí y corrí sin pensar en un porqué, sin plantearme un destino hacia el que dirigirme, ni siquiera el motivo. Quizá solo necesitaba evadirme, alejarme de todos los pensamientos que me atenazaban en las últimas semanas.

De repente sentí la necesidad de parar; mi cabeza decía que no, pero mis piernas pedían clemencia. No quería sentarme, solo respirar, inhalar todo el oxígeno posible para poder alimentar mi torrente sanguíneo. Apoyé mis manos sobre las rodillas e intenté respirar a un ritmo más pausado. Ni siquiera me di cuenta hasta que percibí una corriente de… ¿abrigo, calma, hogar? No lo sabía, pero lo que quiera que fuera hizo que me irguiera. Era él. Tras meses sin verle, de nuevo mis ojos se encontraban con los suyos. Una corriente eléctrica me contrajo e hizo que me estremeciera sin haber aún cruzado palabra.

—¡Vaya! Mejor aún de lo que recordaba —me dijo sin darnos tan siquiera los dos besos protocolarios—. Veo que todo va bien si has vuelto a correr…

—Necesitaba desconectar…, tú mejor que nadie sabes a qué me refiero.

Me sonrió hablando solo con los ojos y antes de que pudiera continuar me preguntó:

—¿Quieres que nos tomemos algo y nos ponemos al día? El ático aquel que pusieron mis padres en venta aún no tiene dueños…, y está aquí al lado.

No hacía falta contestar. ¿Meses sin vernos? No parecía haber pasado el tiempo. Me acerqué colocándome a su lado y nos dirigimos hacia allí. Él parecía haber estado corriendo también, no me había fijado hasta que comenzamos a hablar de las trivialidades del día a día. Hasta ese momento mi mirada no había podido separarse de la suya como para poder verle… en conjunto Aún agotados del esfuerzo físico, nuestro encuentro recargaba las pilas sin pedir permiso. Abrió la puerta y una luz cegadora me embriagó. Me colmó de fuerzas, energía, aliento… tanto, que sentí desaparecer de la estancia y volar muy lejos. En ese momento en el que creí estar lejos de allí atraída por la luz, algo me retuvo, eran sus manos. Sus manos en mi cintura. Sus manos acariciándome como nunca antes lo habían hecho. Me giró, nuestras caras estaban a escasos centímetros y no pude evitar morderme el labio; tan cerca de sus labios todas mis barreras se alzaron dejando paso a su encuentro. Nuestros labios se acercaron despacio y se arrullaron con suavidad, con sentimientos que creí olvidados, hasta que nuestras lenguas no pudieron contener sus ganas. Me abrazó entre él y la pared y su lengua se desprendió de mi para saborear mi cuello. Mi piel se erizaba mientras mis piernas comenzaban a flaquear; no sabía si era la carrera de la mañana o la de de mi sangre hacia mi sexo, pero no podía evitar estremecerme sin filtro alguno que pudiera relajar tantas sensaciones acumuladas. De nuevo sentí su lengua enredada con la mía, su mano aferraba mi cuello al mismo tiempo que acariciaba mi piel tras el lóbulo de mi oreja y un gemido ahogado susurró en su oído todo lo que quería decirle sin poder articular palabra. Me alzó entre sus brazos y mis piernas abrazaron su cadera, no pude evitar otro gemido al sentir mi nombre entre sus piernas.

Me llevó hacia la terraza, me colocó sobre la hamaca y me desnudó; despacio, sin dejar de mirarme a los ojos que expresaban ese diálogo tan nuestro que solo nosotros entendíamos. Cuando su lengua desapareció entre mis piernas, mis muslos se contrajeron y su lengua se introdujo entre mis labios buceando en mi humedad… esa que comenzó a emanar solo con verle. Mis dedos se enredaban entre sus mechones de pelo, acariciándole, presionando con más fuerza cuando su lengua tomó aire fuera de mí, saboreando mi clítoris anhelante. No pude contener el torbellino que sacudió todo mi cuerpo y el orgasmo no fue solo físico; mi alma, mi mente y mi corazón… palpitaron al fusionarse el placer físico y el que alimentó en mi alma lo que buscaba la carrera en el parque…

Cuando mi respiración recobró su ritmo normal, pude obervar el maravilloso horizonate que nos brindaba el ático. Ese horizonate en el que tras meses de enterrar sentimientos, veía una luz diferente, nuestra luz.