El eco de la soledad

El eco de la soledad

Podía oír a los pájaros como despertador, el claxon de la furgoneta del pan avisando a los parroquianos más mayores de su llegada, pero ni eso era capaz de evadirme de la enorme soledad que sentía día tras día… o más bien a cada minuto. Eso si no tenía los ojos cerrados que era cuando más me atenazaban los recuerdos de una vida que cada vez sentía menos haber vivido.

Pero todo cambió cuando apareció él…

—Hola, soy Óscar.

—¿Qué tal? Soy Nadia.

La intensidad anidada en su mirada me cautivó desde el mismo instante que nos presentaron y sus ojos no pudieron escapar de mis más encendidas intenciones. Pero no, él no parecía tenerme en sus planes por lo menos aquella noche. Los días se la siguiente semana pasaron de manera tediosa y más sin saber cuándo podría volver a verlo. Un mes después el sonido del teléfono hizo que tuviera que alargar el brazo por debajo de la manta para llegar a él posado en la mesita de noche.

—¡¿Sí?! —pregunté somnolienta y de mal humor al ver en la pantalla como el número al otro lado era desconocido.

—Ey, tranquila, tranquila.

—¿Se puede saber quién leches eres? —escupí sentándome en la cama a pesar del frío que se sentía en mi habitación fuera de las sábanas.

—Veo que no estás de humor. Llamaré en otro momento, no te preocupes.

—Ni se te ocurra sin decirme quién eres.

—Óscar.

—¡¿Qué Óscar? —Aunque sabía perfectamente de quién se trataba.

—No juegues a mi juego…Si quieres tomar un café estoy por tu barrio.

—¿Y eso dónde es?

Ya me estaba cansando el jueguecito y lo críptico de la conversación. A ver si detrás de esos ojos tan intensos no había nada y era todo fachada. Aún así aproveché para salir del calor de la cama y darme una ducha rápida. Me arreglé y envolví mi cuello con la bufanda más cálida que tenía. Cuando el viento me golpeo sin consideración alguna tuve ganas de darme la vuelta y volver al calor de mi cama, pero no sé qué me impulsó a ponerme en marcha aunque solo fuera a la cafetería de la esquina. Cuando entré, el calor de su interior me envolvió como si de un abrazo se tratara. Me senté en la primera mesa que vi libre no sin antes pedir un café bien cargado.

—Aquí tienes.

Cuál fue mi sorpresa cuando alcé la mirada con mi mejor sonrisa y mis ojos se encontraron con el verde de los suyos.

—Sí que estabas en mi barrio, sí.

—¿Puedo sentarme?

¡¿Qué os contaré de aquellas horas regadas de café que compartimos antes de salir por la puerta?! De nuevo en la calle el frío cortaba mi cara y él pareció darse cuenta cuando sus brazos me acercaron a mi cuerpo. Sin preguntas ni palabras fuimos directos a mi casa donde nada más cerrar el portal le pregunté si quería subir. Tampoco hicieron falta palabras como respuesta, asintió con la cabeza y el trayecto en ascensor no tuvo nada que ver con el de las películas.

—Pues esta es mi casa, ¿te apetece algo caliente?

—No me hagas contestar… Mientras no sea el enésimo café, cualquier cosa será bien recibida.

Me quité todas las capas del invierno de la manera más sensual, pero distraída, que pude y desaparecí por el pasillo. Al no verme de vuelta en el salón decidió ir a buscarme.

—¿Estás bien?

—Contigo aquí sí, perdona. Me había enredado en encontrar algo que ofrecerte, pero no hay nada decente… Llevo demasiado tiempo sin salir de la cama.

—Pues volvamos a ella, se estará calentito, ¿no? Parece buen sitio para pasar la mañana —contestó bribón al mismo tiempo que pasaba la lengua por por su labio inferior, grueso y demandante.

Le dirigí a ella agarrándole de la mano y nada más llegar me apoyó en la pared, abrazó mi cuello con sus grandes manos y creí desfallecer. Nuestros labios se acariciaron despacio y nada más sentirnos el uno al otro empotró su cuerpo al mío… y sobraron todas las palabras. Me colocó de manera agresiva sobre la cama, se colocó encima haciéndome notar su dureza de tal forma que un gemido escapó de entre mis labios mientras en dejaba besos por todo mi cuerpo, aún con ropa. Me senté como pude enfrente de él y me quité la camiseta, pero cuando quise deshacerme del sujetador me paró.

—Aún no.

Juntamos nuestros cuerpos, gemimos e introdujo su mano en mi ropa interior tras desabrochar el pantalón. Sus dedos bailaban al son de mi humedad y el movimiento de mis caderas.

—Túmbate.

Así lo hice y tras acariciar mi vientre se deshizo de mis vaqueros.

—Eres preciosa —susurró en mi oído cuando se colocó encima.

Se separó para quitarse los pantalones y aquello era más de lo que podía haber imaginado la noche que nos conocimos. Puse mis manos en sus caderas y acerqué su pelvis a la mía entre gemidos que parecían conocer los suyos. Tras muchos minutos que nos daban a entender lo bien que nos entendíamos y acoplábamos, una última estocada fuerte y lenta expresaba que la traca final estaba cerca tras sentirnos nuestros. Cuando todo acabó entre nuestros cuerpos, las miradas entraron en juego. Las caricias. Los ojos. Las manos. Mi estremecimiento que parecía no tener fin, porque sí…

Todo cambió cuando apareció él y el eco de mi soledad se perdió.

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