Recuerdos

Recuerdos

Me despierta la luz que se abre paso a través de la ventana como cada nuevo día, con esa resplandor deslumbrante que parece recordarme únicamente los momentos que pasamos juntos.

No, no podría.

Me cubro la cara con la fina sábana que vuelve a recordarme que el buen tiempo, las sonrisas y las ganas de estar en la calle ya han llegado. ¿Pero llegado adónde? A mi corazón resquebrajado desde luego que no. Me pregunto qué ocurriría si no saliera de mi escondite; de esta cama llena de recuerdos de ti; de esos besos que nos comían sin necesidad de sumar calorías al cuerpo y de esas miradas que parecían provocar caries de lo empalagosos que éramos.

Y lejos de eso, mi mente y mi sonrisa se escapan a la vez que rememoro el sabor de nuestros labios, la textura de nuestras lenguas, el tacto de nuestras pieles… Porque sí, todo fueron piel, besos, manos y miradas. Miradas que parecían poder saber qué escondía nuestra piel. Éramos traslúcidos uno frente a otro. La ropa en el suelo parecía darse cuenta que nunca volvería sobre a cubrir nuestros cuerpos mientras estos estuvieran juntos. ¿Qué paso para que solo yo te pensara cuando tú empezaste a hacer tu vida dejando la mía vacía?

No, no podría.

Lo supe con aquel adiós velado en una despedida como cualquier otra tras aquella tarde…

—Vámonos.

—Mejor nos quedamos.

—En serio, necesito irme.

¿Cómo iba negarle algo a esos ojos que contenían la mirada más profunda que nunca antes había visto? Un vagón de metro y un autobús nos acercaron a lo que nunca creía que podía compartir. Entramos en mi casa y casi sin poder cerrar la puerta me empotró sobre ella de manera violenta abrazando mi cuello con ambas manos. Ese fue el momento, ahí me perdí entre las paredes de mi hogar. Sus labios se deslizaban por mi cuello humedeciendo la piel como ya lo estaba mi pubis y mi sexo. ¿Cómo lo conseguía? La verdad es que no lo sé, una de las tantas preguntas para las que no tengo respuesta. Me estremecía con cada beso que posaba por mi cuerpo, ya estaba en mi ombligo rodeándolo con su hábil lengua mientras yo intentaba acallar los gemidos que querían escapar de mi boca hasta que tras bajarme los pantalones su lengua acarició de manera sutil, vaporosa y astuta, ese punto que llevaba su nombre desde el primer día que hablamos. Paró y su sonrisa embaucó a mis ojos ansiosos de más. De más en mi entrepierna. De más en su boca, en la mía, en su sexo… De más en todo sin excluir nada.

No fuimos a la habitación, ni siquiera al sofá que estaba junto a nosotros. Se desnudó ante mí al mismo tiempo que se presentaba a mi cuerpo para que este supiera diferenciar la realidad de los sueños en los que le había encerrado hasta ese momento. Su precioso sexo se exhibía sin vergüenza, anhélate de mis paredes húmedas para él. La primera embestida encontró toda la facilidad que podía ofrecerle desde el primer día que nuestras vidas se cruzaron. Sus besos mientras me embestía eran más profundos, sentidos y hasta puros. Nuestra simbiosis era un éxtasis continuo que parecía no acabar hasta que un gruñido seco y profundo se coló en mi oído y ambos nos deslizamos al suelo desde la pared que había sido testigo de todo… Menos mal que las paredes no hablan… ¿o no es así el refrán? Lo que me quedó y recuerdo de aquel día es que si las paredes hablasen yo sufriría cada vez que las escuchara.

¿Cómo iba a olvidarlo? No, no podría.

¿Qué pasó después? La vida es lo que pasó. Los diferentes caminos que nos proporciona y cómo estos pueden alejar los sentimientos hasta quedar en el olvido. Al menos en alguna parte, en lo referente a mí, el olvido aún no llega y los recuerdos son dolorosos. Dolorosos por encontrarse en el limbo de la indiferencia, una que hace que me pregunte día tras día, ¿qué hice con mi vida para que no solo él, sino amigos, conocidos incluso familiares me hayan dejado atrás? Mi empatía se volvió contra mí, porque ya sabéis… “De buena, tonta”.

Esta es mi historia de la que solo quedan recuerdos.

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